Diálogo “Fe y Razón”
Medidas cosméticas
Diac. Carlos Eduardo
carloseduardiacono@gmail.com
La cosmetología viene acompañando a la humanidad desde hace bastantes años. Con fines estéticos, curativos o por exigencias escénicas, el maquillaje es un buen ejemplo de esto. Lo podemos apreciar en los murales de la ciudad maya de Bonampack, o en imágenes más antiguas de Roma y Grecia, o de la antiquísima cultura egipcia. El maquillaje tiene la virtud de ocultar lo que está debajo. Esto no necesariamente es criticable; depende las razones que se tengan y de lo que se quiera ocultar. En numerosos ocasiones el maquillaje sirve, más bien, para realzar, para subrayar, si está bien hecho, la belleza natural de un rostro.
No obstante lo anterior, cuando se habla de medidas cosméticas, es imposible evadir la connotación peyorativa que conlleva. La medida cosmética viene siendo una de carácter provisional, que constituye un remplazo temporal de otra medida que, por ocuparse a fondo de un problema y procurar su solución definitiva, es deseable y necesaria. Las medidas definitivas están integradas por una serie de elementos -ya sean de naturaleza física o estratégica- que tienen una mejor estructura, organización o peso que las otras, que llamamos cosméticas.
En nuestra sociedad hay muchos ejemplos de medidas cosméticas. Sin ir más lejos, hoy pude ver, regresando del Valle del Zamorano, cómo se estaban rellenando unos baches en la carretera con tierra. Y no hace mucho leíamos cómo un hospital había surtido su farmacia en un 30%. Y ante la publicación de una versión no aprobada de una ley, se enmienda mediante “fe de erratas”. Más allá de posibles buenas intenciones en algunos de estos ejemplos, no puedo menos que calificarlos de medidas cosméticas.
Ciertamente es necesario hacer un esfuerzo en nuestra sociedad para no empeñar esfuerzos y recursos en medidas que no son soluciones definitivas. Pero hoy hay algo más importante que me preocupa. ¿Estaremos tomando medidas cosméticas en nuestra vida espiritual? Porque se nos pide en el Evangelio, y en las cartas del Nuevo Testamento, y en las homilías de la parroquia, y, por supuesto, en las del Papa Francisco, que nos convirtamos, que orientemos nuestra mirada hacia el Señor y cambiemos el corazón de piedra por una de carne.
Cada vez que me reconcilio sacramentalmente, pero caigo una y otra vez en lo mismo, debo asumir que no tomé las medidas adecuadas. Cuando asistimos a la Santa Misa como quien cumple una obligación o por salir del paso, o vamos a un retiro espiritual esperando que no sea muy demandante, estamos como maquillándonos de cristianos auténticos, ocultando quizá nuestro verdadero rostro.
Los filósofos han estado acertados al hacer la distinción entre esencia y apariencia. Lo esencial, que a menudo es invisible a nuestros ojos -como nos dice El Principito- representa lo auténtico, la verdadera naturaleza o personalidad. La apariencia, por el contrario, es máscara, exterioridad y ocultamiento. Por eso, todos los cristianos debemos de procurar que la semilla de fe, sembrada probablemente en el hogar, abonada en las catequesis infantiles, regada continuamente en nuestra parroquia, de fruto. No debemos quedarnos en la mediocridad de un cristianismo rutinario.
Se acerca el Año Santo de la Misericordia; quizá ahora es el tiempo oportuno para que vivamos nuestro cristianismo con todo su poder transformador. ¿O preferimos seguir sonriendo bobaliconamente ante los espejos que nos devuelven una imagen torpemente maquillada?.