Al encuentro de la palabra… según San Juan para la Lectio Divina
¿Quién puede hacerle caso?
Jn 6, 61-70 – XXI Domingo del Tiempo Ordinario
P. Tony Salinas Avery
asalinasavery@gmail.com
Hoy se termina el gran discurso de Jesús, en la sinagoga de Cafarnaúm, sobre el pan de vida. Tal discurso ha creado una pequeña crisis en el seguimiento de Jesús, a tal punto que Juan recoge expresiones como: “Este lenguaje es duro”, es decir, – si nos atenemos al original griego- se puede traducir como: es un lenguaje incomprensible, fanático y hasta ofensivo a la inteligencia de los oyentes (“¿quién puede entenderlo?”). Este final del discurso se sitúa ante la crisis y tensión que viven sus seguidores, hasta el punto que muchos de sus discípulos “se echaron para atrás”, separando su camino de aquel extraño rabí de Nazaret; más aún, a los mismo doce Jesús les pregunta si le quieren volver la espalda y “no ir más con Él”, casi apostatando de Él.
El centro del discurso y de toda la Palabra de Dios de este domingo, está el tema de la decisión humana. La opción del hombre frente a Dios no se hace de una vez para siempre. La interpelación de Dios, desde su Palabra o desde las situaciones cambiantes de la vida, exige una continua renovación de nuestra decisión. Así se ven interpelados los israelitas por Josué (primera lectura), y los discípulos de Jesús. Está en cuestión la fidelidad al compromiso inicial. Se trata de una decisión ante la verdad y el amor que para el cristiano, y sólo para él, son valores propios de Cristo. Es una elección a menudo dramática, lacerante porque conlleva el ingreso en la vida de la pobreza y de la humildad respecto del “ancho camino” del orgullo y de la riqueza. Es una elección radical porque conlleva la decisión por el Dios vivo y exigente contra los ídolos muertos pero cómodos.
Los especialistas llaman a este fin del relato de Jn 6, “la crisis galilea”. Triste recuerdo del hecho por una parte y por otra, el inicio de una depuración de quienes quieran seguirle ayer como en el hoy de la historia. Galilea de manera espiritual presenta una frontera. A las espaldas Jesús deja a los dudosos, a los que se habían “escandalizado” por su “lenguaje duro”; deja su tierra, la familia, los recuerdos de su pasado privado. En este territorio de la Galilea del alma no está sólo la multitud superficial que había seguido a Jesús por sus signos prodigiosos, que se había detenido a escucharlo por curiosidad o porque había demostrado que podía ofrecerles pan y peces. El evangelista anota con insistencia que son los “discípulos” los que no comprenden, los que murmuran, los que se escandalizan. No basta la primera adhesión entusiasta: solamente se asemejan a semillas caídas sobre piedra que, brotan, se secan por falta de humedad porque “se acoge con alegría la palabra pero se carece de raíces” (Lc 8,6.13).
Pero también hay otro horizonte que se abre más allá de la frontera de Galilea. Es el territorio de los que se dejan conducir por el Padre que los atrae a Cristo. Son los que en las palabras de Jesús ven “espíritu y vida”. Son lo que se confiesan al egoísmo y a la debilidad de la “carne” sino que eligen la fuerza del “Espíritu que da la vida”. Son los verdaderos miembros de la familia y de la verdadera patria de Jesús. Casi en contraposición a Judas, el evangelista elige también a este campo del futuro y del más allá de Galilea una figura emblemática, Pedro. Su respuesta es una solemne profesión de fe, como lo atestiguan los verbos “creer y conocer” que expresan la plena adhesión del ser. el objeto de la fe es doble: la persona de Cristo, llamado “el santo de Dios”, o sea su pertenencia plena a la esfera de la divinidad, y su palabra que es fuente de vida eterna. Como en la escena de Cesarea de Filipo cuando Pedro había proclamado su fe: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,61).