Semanario FIDES

EL DECANO DE LA PRENSA NACIONAL

El Beato y yo

Padre Alfonso Esteban Fuentes, párroco de San Jerónimo, Comayagua.

Padre Alfonso Esteban Fuentes, párroco de San Jerónimo, Comayagua.

Desde la parroquia San Jerónimo de la Diócesis de Comayagua, el padre Alfonso Esteban Fuentes da testimonio de su trato con el Beato Monseñor Óscar Arnulfo Romero. “Era tan emocionante escuchar sus homilías, porque tenía un timbre de voz único y a cada palabra le ponía un sentimiento que hacía que se nos pusieran los pelos de punta”.
Padre Alfonso Esteban Fuentes
Párroco de San Jerónimo, Comayagua.
Fotos Archivo
Crecí escuchando la voz de Monseñor Romero a través de Radio Chaparrastique de San Miguel, porque todos los días transmitían su programa “La Hora Católica”, en realidad era de media hora, en el que daba una breve catequesis y leía saludos, poesías y todo lo que le mandaban los oyentes.
Bien recuerdo que leyó una poesía que le envió un catequista de la comunidad y que luego entro al seminario y es sacerdote paulino. Y con eso quedábamos satisfechos; hoy en día las emisoras están saturadas de programas cristianos, pero muchos no llenan del todo.
Él tenía un toque único en su voz y en su estilo que te atrapaba. A los trece años entré al Seminario Menor de la Diócesis, el mismo al que el entró cuando era todavía un niño y del que posteriormente fue rector.
En un momento, se me ocurrió escribirle, cuando él era Obispo Auxiliar de San Salvador, solicitándole ayuda económica. En pocos días tenía en mis manos un sobre, que traía como remitente: Óscar Arnulfo Romero, de San Salvador. Abrí la carta y adentro, venía un cheque a mi nombre, por la cantidad de cinco colones, firmado por él, que fui a cambiar en compañía de otro seminarista.
¿Qué compré con aquellos cinco colones? Imagínense, qué podría comprar un cipote de aquel tiempo (1972), cuando las gaseosas valían quince centavos en el colegio, y las margaritas diez. No recuerdo en qué banco cambié el cheque, porque había dos con nombre semejante; pero me encantaría encontrar la forma de adquirirlo, porque significo y significa para mí un milagro en mi favor hace mucho tiempo atrás. Y sobre todo…que un Obispo le respondiera a un seminarista…en aquel tiempo en El Salvador…era un verdadero milagro.

MONSEÑOR ROMERO Y LA VIRGEN
Como todo buen migueleño, Monseñor Romero profesó un profundo amor por la Reina de la Paz, patrona de la Diócesis y de todo El Salvador. Todos los años, siendo obispo auxiliar de San Salvador, luego Obispo de Santiago de María y finalmente Arzobispo, venía a San Miguel para participar en las fiestas de la Virgen, concelebrando en la Misa solemne del 21 de noviembre y participando en la procesión de la tarde, que recorre las principales calles y avenidas de la ciudad.
Estábamos listos para salir con la procesión, a eso de las seis de la tarde, con la imagen de la Reina de la Paz en su anda, elegantemente vestida, tan hermosa que es; y a punto de empezar, se vino una tempestad que no dio tiempo de entrar a la Catedral sin que la imagen y la carroza se empaparan. Y a partir de ese momento, llovió sin parar. Subió Monseñor al presbiterio de la Catedral y tomo el micrófono y camándula en mano, dio inicio al santo rosario, que rezó como sólo él lo sabía hacer: con devoción, con unción, con profundo amor a la madre.
Cesó la lluvia, la procesión no se hizo por lo tarde que era y por lo desarreglada que quedo el anda, y se programó para el siguiente día. Y los buenos hijos de la Reina, al día siguiente, estaban ahí.

UN SANTO FRENTE A MIS OJOS
En febrero de 1980 ingrese al Seminario Mayor San José de la Montaña, habiendo venido de estudiar de Guatemala, hasta donde ya se hablaba de las homilías de Monseñor Romero. Todos los domingos a las ocho de la mañana celebraba él en la Catedral; o en la Basílica del Sagrado Corazón, si la Catedral estaba tomada por los grupos populares que se mantenían ahí durante algún tiempo, exigiendo sus demandas.
En el mes y medio de estar en el seminario, siempre quise ir a la Misa, pero nunca se dio la oportunidad. La escuchaba por la radio; y era tan emocionante escuchar sus homilías, porque tenía un timbre de voz único y a cada palabra le ponía un sentimiento que hacía que se nos pusieran los pelos de punta. Creo que ya era cercano el día del martirio, cuando yo estaba a la entrada del Seminario, y él iba saliendo; y sólo lo vi pasar delante de mí. Me sentí tan embelesado que ni le hablé para saludarlo, y él tampoco dijo nada.
Creo que el que ya está en Dios y ve cercano el cielo, no tiene en que distraerse, más que en la contemplación de lo que le espera. Él se fue inmerso en Dios, seguramente con la mente puesta en su pueblo y su corazón en el cielo, y yo me quede admirándolo, viéndolo bajar las gradas del Seminario.

LA NOTICIA MÁS TRISTE
Estábamos por terminar la Eucaristía, cerca de las seis de la tarde del lunes 24 de marzo de 1980, en el Seminario Mayor San José de la Montaña de San Salvador, cuando entró en la capilla, apresuradamente, Don Guayo, el encargado de abrir la puerta y contestar el teléfono del Seminario.
Se acercó al Padre Rector, el ahora Obispo Auxiliar de San Salvador, Gregorio Rosa Chávez, le habló al oído y luego salió. Después de la oración post-comunión de la Misa, el Rector dijo: “nos han avisado que hace unos minutos, ametrallaron a Monseñor Romero”. En realidad no fue ametrallado, fue un sólo disparo en el corazón. Un silencio terrible nos abrazó a todos, sólo se oían unos leves sollozos. Era la hora de la cena; casi nadie bajo al comedor.
Todos corrimos a la entrada del Seminario, donde estaba la recepcionista del Arzobispado que tenía sus oficinas allí. Ella era Dina, fiel secretaria de Monseñor, que tenía que haberse ido a las cinco y media; pero se quedó contestando el teléfono que no paraba de sonar, porque de todo el mundo comenzaron a preguntar: “¿Es cierto que mataron a Monseñor Romero?”. Y Dina contestaba, entre lágrimas: “Es verdad, lo mataron” y esa pregunta y respuesta fue como la letanía que se escuchó, hasta altas horas de la noche en la entrada del Seminario.
Y a partir de allí, el mundo lo lloró y lo canonizó. A partir del 23 de mayo, la tristeza se ha convertido en alegría.

¿QUIÉN TIENE MI FOTO?
Monseñor Romero fue martirizado el lunes 24 de marzo de 1980. Al amanecer del 25 llevaron su cuerpo a la Basílica del Sagrado Corazón, pues la Catedral estaba tomada por grupos populares, que protestaban por la represión en el país.
Los seminaristas nos fuimos a la Basílica, para participar de la primera Misa en su honor; la presidio Monseñor Urioste, quien dijo: “nos han matado al profeta, al padre al pastor”…Todos lloramos, sin saber qué decir o pensar.
Al siguiente día, el cuerpo fue trasladado a la Catedral, que en diálogo con los que la tenían tomada, quedó libre para velarlo durante la semana ahí, desde donde había abogado durante tres años, en favor de los pobres, sus predilectos. Desde ese día, me quedé haciendo valla, con otros seminaristas, que por turno se iban relevando.
Yo me quedé desde ese momento, sin ceder el lugar a nadie, de día y de noche hasta el sábado, que cerraron para hacer los preparativos del funeral, programado para el Domingo de Ramos.
Sólo dejaba mi puesto para hacer menesteres elementales, y luego volvía al sitio. Sólo una noche fui a dormir a la casa de un compañero, mi cuerpo no daba más. Todas las noches, la Catedral era cerrada porque se comentaba que el ejército entraría a desalojar a los que nos manteníamos ahí. Creo que no lo harían.
Se abría de nuevo a las siete de la mañana, hora en que ya la fila de personas que querían entrar a ver a Monseñor, ya rodeaba varias cuadras alrededor de la plaza. Los primeros que entraban eran las señoras de los mercados, los vendedores de lotería, los lustrabotas. Ellos: los que se sentían protegidos por él.
Y le decían toda clase de frases llenas de amor y tristeza: “¿Por qué nos dejaste padre?” ¿Quién te hizo esto? ¿Quién va hablar por nosotros? Y frases así. A partir de ahí, todo el día, y todos los días, sin parar, la fila continuaba hasta las seis de la tarde, cuando de nuevo quedábamos, algunos seminaristas, sacerdotes,religiosas y laicos.
Toda la noche cantábamos, decían poemas, que desde el primer día comenzaron a escribirse para él. Una noche, cuando no había mucha gente, cansado me senté en el borde de una de las bancas que rodeaban el ataúd y me quedé buen rato ahí, mirando su rostro, contemplándolo. Después que pasó todo lo del funeral tan accidentado, tan precipitado, como el de Jesús, un compañero me entregó una foto mía, en la que estoy sentado en la banca, contemplando a Monseñor.
La guardé con gran cuidado y la conservé por varios años en mi álbum; y para lucir mis fotos, lo llevé al noviciado de religiosas en el que daba clases y se lo mostré a las estudiantes. Con el tiempo cuando busqué mi valiosa foto, ya no estaba. Seguramente, y sin querer juzgar, alguna novicia cometió la “santa travesura” de tomarla para su colección. Espero el milagro del Beato Romero para rescatar tan grande tesoro.

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Esta entrada fue publicada el 9 junio 2015 por en Comayagua, Diócesis.
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