Homilía del Señor Arzobispo para el XXX Domingo del Tiempo Ordinario
“Amarás al Señor tu Dios y a tu prójimo como a ti mismo”
Le deberíamos estar agradecidos al maestro de la ley que formuló la pregunta a Jesús sobre cuál es el principal mandamiento. Le dio ocasión a Jesús de afirmar que es el amor: el amor a Dios y el amor al prójimo.
De alguna manera esta respuesta completa lo que nos enseñaba el domingo pasado con lo de “dad al César lo del César y a Dios lo de Dios”.
El libro del Éxodo, recogiendo diversas normativas dadas al pueblo por Moisés a lo largo de su peregrinación por el desierto, dedica varios capítulos (19-23) a detallar los términos de la Alianza que Yahvé ha querido hacer con su pueblo. Nosotros la solemos resumir en lo que llamamos “decálogo” o “los diez mandamientos”. Pero son muchos más los detalles que enumera el libro.
Hoy escuchamos unas pocas normas, referentes a la justicia social, o sea, a nuestros deberes para con el prójimo: cómo tratar a los inmigrantes y forasteros, a los pobres y débiles. Prepara así el libro del Éxodo lo que Jesús va a contestar sobre cuál es el mandamiento principal.
El Salmo parece recoger sólo lo “vertical” de esta relación, porque el Éxodo ha identificado las dos direcciones. Por eso hemos dicho: “yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza”.
Pablo les recuerda a los cristianos de Tesalónica los inicios de su evangelización, cuando, entre dificultades, “acogieron la Palabra entre tanta lucha con la alegría del Espíritu Santo”, “abandonaron los ídolos y se volvieron a Dios” y a Cristo Jesús, Resucitado, a quien también esperan al final de los tiempos.
Así los de Tesalónica se convirtieron, para íntima satisfacción de Pablo, en modelo para toda la región (Macedonia y Acaya, la actual Grecia): “vuestra fe ha corrido de boca en boca”.
Entre las preguntas que le hicieron sus adversarios a Jesús, esta parece la más “inocente”, aunque seguro que con ella también esperaban ponerle a prueba y cogerle en falta. De la multitud de normas que tenían los judíos, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley? Entre las diversas escuelas rabínicas había discusiones al respecto: para algunos, por ejemplo, el principal mandamiento era el del sábado.
Jesús responde claramente que lo principal es amar a Dios absolutamente (“con todo el corazón”: cita de Deuteronomio 6,5), y añade otro semejante y unido al anterior: amar al prójimo “como a ti mismo” (Lv 19,18). A lo largo del año este pasaje (entre los tres sinópticos que lo reproducen) se lee hasta siete veces en las Eucaristías dominicales y feriales.
Pablo muestra su satisfacción por las buenas noticias que le llegan de una comunidad que él ha fundado en Grecia, la de Tesalónica.
Es una comunidad que se dejó llenar del Espíritu y de su fuerza en las dificultades iniciales. Que abandonó los ídolos y la manera de pensar pagana. Que acogió la Palabra de Dios que Pablo les predicaba. En el fondo, siguiéndole a él, seguían a Jesús, cuya vuelta al final de los tiempos esperaban. Esa comunidad se había convertido en modelo para toda la región
¿Sucede algo parecido con nuestras comunidades? ¿Nos animamos mutuamente, unas a otras, con nuestro fervor y nuestra riqueza interior? ¿Podría Pablo sentirse satisfecho de nosotros?
¿Cuál es el mandamiento principal? Los judíos tenían centenares de preceptos: exactamente 365 “negativos” y 248 “positivos” (los primeros empiezan por “no…”, y los otros por “debes…”). No es de extrañar. Toda sociedad organizada tiende a multiplicar con el tiempo sus leyes y normas.
Amar a Dios “con todo el corazón”, o sea, ponerle a él por delante de todo lo demás, es el primer mandamiento: escuchar su Palabra, encontrarnos con él en la oración, amar lo que ama él, hacer nuestro proyecto de vida contando con él… Pablo alaba a los de Tesalónica porque “abandonando los ídolos, os volvisteis a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero”. Es un aspecto que hemos de recordar todos, en medio de un mundo que tiende a privilegiar los horizontes meramente materialistas y hasta idolátricos.
Pero Jesús añade en seguida otro mandamiento que es inseparable del primero: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Cuando el joven rico le preguntó qué tenía que hacer para conseguir la vida eterna, Jesús le recordó, entre los diversos mandamientos, este: “honra a tu padre y a tu madre y amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 19,19). En el sermón del monte había enseñado explícitamente, y además ampliando el mandato a los enemigos: “habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo; pues yo os digo: amad a vuestros enemigos, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial que hace salir el sol sobre malos y buenos” (Mt 5,43-45).
Este amor al prójimo es concretado muchas veces por la Palabra de Dios. La parte del “código de la Alianza” que hemos leído en el Éxodo son, tal vez, las normas a las que en nuestra sensibilidad espontánea hemos dado menos importancia hasta ahora. Se refieren al trato que hemos de dar a los demás. Moisés desciende a detalles que no han perdido nada de actualidad.
Cómo actuar con el forastero, con el inmigrante: “no oprimirás ni vejarás al forastero”, y la motivación: “porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto”. Este mandato de atender al forastero se recuerda varias veces en la Escritura. El forastero, el inmigrante, con o sin papeles, es el prototipo de persona que necesita ayuda hasta que se establezca definitivamente.
Cómo actuar con los débiles: “no explotarás a viudas ni a huérfanos”, y la motivación: “porque si los explotas y ellos gritan a mí, yo los escucharé, se encenderá mi ira y os haré morir a espada”.
Es impresionante que se nos diga que los gritos de los pobres mal tratados suben hasta Dios mismo. Cuando humillamos a alguien, es a Dios mismo a quien humillamos. Lo que yo hago con ese forastero, o con este pobre del que me resulta fácil aprovecharme, lo estoy haciendo a Dios. Eso ya lo decía el Antiguo Testamento, en este caso el libro del Éxodo. Pero nos lo ha dicho más concretamente todavía Jesús: “conmigo lo hicisteis (o dejasteis de hacerlo)”.
A veces, el modelo es Dios Padre: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto… hace llover sobre justos y pecadores…”.
A veces, el modelo es Jesús mismo: “amaos los unos a los otros como yo os he amado”.
Aquí, el modelo somos nosotros: con la misma medida con que nos amamos a nosotros mismos, hemos de amar a los demás. Sencillamente, basta que hagamos a los demás lo que queremos que ellos nos hagan a nosotros en los mil detalles de la vida de cada día. Lo enseñó también Pablo: “toda la ley se concentra en esta frase: amarás al prójimo como a ti mismo” (Ga 5, 14).
Si el apóstol Juan dice que “Dios es amor”, es evidente que su ley principal debe ser el amor. El amor en todas las direcciones: el que nos tiene Dios, el que se ha manifestado en Cristo Jesús, el amor que es el Espíritu, el amor que nosotros le debemos a Dios y el amor que debemos tener a los demás.
Las comunidades del tiempo de Pablo, como las de ahora, tenían dificultades para vivir en unión. También en Filipos había desavenencias, discordias, rivalidades, intrigas por ser más que los demás. Era una comunidad normal, como las nuestras. No inventamos nada.
Por eso nos viene bien leer esta exhortación de Pablo, que hoy nos repite a nosotros su deseo de que tengamos “entrañas compasivas” con los demás hermanos, y “un mismo amor y un mismo sentir”.
La mayor parte de nuestros disgustos personales y de las tensiones comunitarias se deben a nuestro orgullo: nos creemos superiores a los demás, y por eso nos damos tan fácilmente por ofendidos cuando los demás pasan por encima de nosotros o no demuestran apreciar lo que hacemos. Es una consigna, la de “considerar superiores a los demás”, que no es muy popular en nuestros tiempos ni en la sociedad civil ni en la familiar ni en la eclesial.
¿Cuáles fueron estos “sentimientos” de Jesús? Pablo los describe siguiendo el “himno pascual”, que en pocas líneas expresa el misterio de la muerte y resurrección, de la humillación y la glorificación de Jesús: se despojó de su rango, no hizo alarde de su categoría de Dios, se rebajó hasta la muerte, y una muerte de cruz, la máxima humillación pensable en la época.
Cada Eucaristía nos une a Cristo, pero también es una auténtica escuela de fraternidad comunitaria. La petición del Padrenuestro (perdónanos como nosotros perdonamos), el gesto de paz que nos damos con los más próximos (como representantes de todos los que luego trataremos en la vida), la fracción del pan (para expresar que “compartimos” al mismo Cristo): todo eso nos recuerda que el “podéis ir en paz” del final no es punto de llegada, sino más bien de partida hacia una vida coherente con lo que hemos celebrado.